domingo, 27 de marzo de 2016

El sucio tenor

Entonces, entró al escenario. Fijo. Nervioso. No era para menos, ya que al verlo iluminado al centro de los tabloides pudieron distinguir que era el hijo bastardo de la costurera. Empezó a sudar, no por la exaltación o por el calor de las lámparas, empezó a sudar porque esa era su naturaleza.
Al ver que no había aplausos de apertura, el director de la orquesta agitó la batuta para la entrada del vals, eran los acordes de mio babbino caro, empuñando las manos se dio cuenta que la pieza los enardeció más, pues esta era el himno ilegitimo del pueblo, no había 13 de febrero en que no se entonara con lágrimas corriendo en las mejillas por los veteranos de la huelga algodonera.  Pasó el primer compas cuando se podía distinguir el abrir y cerrar de labios de David al darse cuenta que tenía la boca reseca, asqueó a todos aquellos que lo percataron. Despeinado, seboso y con costra de semanas en el cuello pareciera que el maloliente hedor que destilaba lo iba a transmitir por el micrófono. Hasta que en el último compas instrumental contó tres con la punta del pie, y abrió el hocico. “Oh, mio babbino caro”, cantaba con los ojos cerrados, pues sabía que con su voz se enfrentaba al mundo que desde crio le arrojaban monedas no por caridad sino por la gracia de sentirse superior a tal bola chamagosa, cantaba con el puño alzado a la altura de la cara, pues sabía que en ese momento él se convertía en el firmamento en que se apoyaban las sensaciones de aquella burguesía que lo reprochaban a nada.
No podían creer el indigno sentimiento que empezaban a sentir, les asqueaba la sensación del puntear de pezones y tetillas que este gordo estaba logrando provocar con sus gemidos. No se permitían voltear hacia la persona a su costado para evitar la vergüenza de confirmación de la maravilla que atestiguaban. Todo en el auditorio se tenuó rosa, ligero, la esperanza mal lograda de una revolución se iba de ese recinto, años después nunca se quedó claro el olor que volaba en el lugar, ya que algunos afirmaban que pudieron sentir el calor y el aroma del plato de lentejas que les servían sus mamás cuando regresaban del trabajo, otros no se cansaron de buscar el pastel de calabaza con berenjena horneada que percibieron ese día. Todo eso emitía el canto agudo de David. Mientras más se empeñaba en cerrar con fuerzas el puño que tenía al aire, más le penetraba el recuerdo de su esposa al viudo Héctor que al visualizar la mecedora en la que se sentaba siempre frente a la radio de pilas no evitó llorar, era la primera vez que a un hombre de la brecha 36 se le veía llorar desde hace años.
Al acabar el canto, David abrió lentamente los ojos, esperó a que se le fuera la dislumbración, se secó las lágrimas, dijo gracias en un francés vulgar, se inclinó y caminó pisando lo que le sobraba de pantalón.

-          Les encantó- dijo sonriendo a Narciso que estaba en una pierna.
-          Sí, hijo, les diste la visión de que aún son humanos.- suspiró, se quitó el sombrero lo miró con tristeza –a partir de ahora te odiarán más-.