Entonces, entró al escenario.
Fijo. Nervioso. No era para menos, ya que al verlo iluminado al centro de los
tabloides pudieron distinguir que era el hijo bastardo de la costurera. Empezó
a sudar, no por la exaltación o por el calor de las lámparas, empezó a sudar
porque esa era su naturaleza.
Al ver que no
había aplausos de apertura, el director de la orquesta agitó la batuta para la
entrada del vals, eran los acordes de mio
babbino caro, empuñando las manos se dio cuenta que la pieza los enardeció
más, pues esta era el himno ilegitimo del pueblo, no había 13 de febrero en que
no se entonara con lágrimas corriendo en las mejillas por los veteranos de la
huelga algodonera. Pasó el primer compas
cuando se podía distinguir el abrir y cerrar de labios de David al darse cuenta
que tenía la boca reseca, asqueó a todos aquellos que lo percataron.
Despeinado, seboso y con costra de semanas en el cuello pareciera que el
maloliente hedor que destilaba lo iba a transmitir por el micrófono. Hasta que
en el último compas instrumental contó tres con la punta del pie, y abrió el
hocico. “Oh, mio babbino caro”, cantaba
con los ojos cerrados, pues sabía que con su voz se enfrentaba al mundo que
desde crio le arrojaban monedas no por caridad sino por la gracia de sentirse
superior a tal bola chamagosa, cantaba con el puño alzado a la altura de la
cara, pues sabía que en ese momento él se convertía en el firmamento en que se
apoyaban las sensaciones de aquella burguesía que lo reprochaban a nada.
No podían
creer el indigno sentimiento que empezaban a sentir, les asqueaba la sensación
del puntear de pezones y tetillas que este gordo estaba logrando provocar con
sus gemidos. No se permitían voltear hacia la persona a su costado para evitar
la vergüenza de confirmación de la maravilla que atestiguaban. Todo en el
auditorio se tenuó rosa, ligero, la esperanza mal lograda de una revolución se
iba de ese recinto, años después nunca se quedó claro el olor que volaba en el
lugar, ya que algunos afirmaban que pudieron sentir el calor y el aroma del
plato de lentejas que les servían sus mamás cuando regresaban del trabajo,
otros no se cansaron de buscar el pastel de calabaza con berenjena horneada que
percibieron ese día. Todo eso emitía el canto agudo de David. Mientras más se
empeñaba en cerrar con fuerzas el puño que tenía al aire, más le penetraba el
recuerdo de su esposa al viudo Héctor que al visualizar la mecedora en la que
se sentaba siempre frente a la radio de pilas no evitó llorar, era la primera
vez que a un hombre de la brecha 36 se le veía llorar desde hace años.
Al acabar el
canto, David abrió lentamente los ojos, esperó a que se le fuera la
dislumbración, se secó las lágrimas, dijo gracias en un francés vulgar, se
inclinó y caminó pisando lo que le sobraba de pantalón.
-
Les encantó- dijo sonriendo a Narciso que estaba
en una pierna.
-
Sí, hijo, les diste la visión de que aún son
humanos.- suspiró, se quitó el sombrero lo miró con tristeza –a partir de ahora
te odiarán más-.